–¿Eres feliz?
–Claro que soy feliz, menuda estupidez, ¿A cuento de qué me preguntas estas barbaridades?

Calló un instante y agachó la cabeza. El silenció concedió el beneficio de la duda, y acabó por convertirse en afirmación.

–No eres feliz… –se contestó a sí misma y se pasó las manos por la cara, suspirando–. No eres feliz conmigo… Nada de esto te hace feliz, ¿verdad?
–No estábamos hablando de mí…
–¡Por supuesto! ¡Qué desfachatez la mía! ¡Nunca hablamos de ti!
–Estás sacando las cosas de quicio… Tranquilízate Anabelle, por favor…
–¿¡Cómo esperas que esté tranquila!? ¡Seguro que es ella! ¿A que no me equivoco?

El silencio reinó en la sala, de nuevo, primero como duda, después como afirmación. Anabelle salió de la cama, como alma que llevan los demonios. Buscaba su ropa y evitaba llorar. Se sentía sucia, sombra de una chica que jamás podría hacer olvidar. Se vistió mientras él la miraba aún desde la cama, intentaba tranquilizarla. Pero lo sabía, lo veía en sus ojos, como la miraban con indiferencia, como el que mira de paso, como sus manos no anhelaban su piel en la cama, se movía como un robot, programado, sabía que debía hacer, para estremecerla, para hacerla sentir, sin embargo, él no sentía nada. No la veía especial, no la consideraba nada fuera de la común… Y la miraba con desinterés vago, como quien mira sin ver.

Anabelle acabó de coger su bolso con sus cosas, y volvió a las oscuras calles de la cuidad, dispuesta a marcharse, cansada de luchar contra ella, la que habitaba realmente en el anhelo del chico que había dejado en la cama.

1 comentario:

  1. Qué crudo y realista es a la vez esto... puedo hasta sentirme un poquito identificada. Ojalá el sé de cuenta de que ha cometido un grave error y se pase la vida buscando a Anabelle...

    Muchos besitos, pequeña.

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