(he aquí el capítulo uno de una pequeña historia en la que estoy trabajando para mi amiga Lady McCartney, pincha aquí para visitarla)

I.


Dicen que la música es la voz más poderosa, aquello que consigue unir corazones y unir generaciones. Algunos aseguran que la música es una compañera de viaje inevitable a través de la vida y que sin ella, nuestras vidas no tendrían sentido. Puede que así fuera, puede que la mayor fuerza para unir a dos personas sea la música, puede que sus corazones sientan el mismo compás al latir que se sincronicen entre latidos para formar sinfonías de vida y belleza. Puede que la música lata en los corazones para buscar melodías que coexistan con ellos, pero esto claro, son suposiciones mías.

Las lluvias siempre azotaban las ventanas de la muchacha, el frío y el otoño en Alemania eran duros. La melancolía de aquellos días se fundía con sus huesos y la calaba hondo añorando viejos tiempos, oliendo las gotas caer, escuchando su débil sonido. Tenía una taza de café en una mano, y con la otra se abrazaba a sí misma, mirando la calle, viendo pasar los paraguas de una amplia gama de colores. Llevaba una sudadera enrome, desgastada, y unos pantalones cortos de pijama. Divagaba mientras en su tocadiscos sonaba uno de los últimos vinilos que había adquirido. “Greatest hits” de Creedence Clearwater Revival, una recomendación del chico de la tienda de música que estaba enfrente del portal de su casa.

Él sabía perfectamente que el vinilo iba a gustarle, y gustosamente le enseñó ese, precisamente ese de toda la colección de la trastienda. Christian, el chico con el cual el tiempo se convertía en algo relativo mientras hablaban de música. Sonrió efímeramente. Christian, el joven y loco Christian.

Lo cierto es que la vida en Neumünster era tranquila, y Patricia, la muchacha, lo agradecía, podía ir caminando de su casa hasta la facultad, donde cursaba su último curso de filología, y casi nunca tenía que coger transporte público. Tenía un pequeño piso cerca del centro de la cuidad, localizado en un barrio pequeño de gente humilde y trabajadora, nada ostentoso y muy silencioso. Tenía cuanto necesitaba, una pequeña habitación apartada le servía de dormitorio, austero y elegante, de líneas clásicas y que recordaban otras épocas. Una cocina integrada en el salón, con poco mobiliario: un sofá, estanterías para todos sus cedés de música y sus libros, una mesa grande para comer con las sillas y el mobiliario de cocina; no tenía televisor, apenas pasaba por casa y cuando estaba en ella no le apetecía nada que dieran en los canales que podría ver. Prefería mil veces leer un buen libro, escribir alguna historia, dejarse llevar por su imaginación cuando no tenía tareas que hacer. Así que prácticamente su vida consistía en ir a clase por las mañanas, comer en la facultad, quedarse un par de horas a adelantar trabajo, volver, pasar por la tienda de música, buscar entre los cedés y los vinilos y volver a casa para seguir con su trabajo. Los fines de semana solía salir, pero siempre se aseguraba de haber acabado todo lo relacionado con la universidad. No le gustaba dejar las cosas mal hechas o a medias, y consideraba gran parte de su éxito el fruto de su esfuerzo en las clases y los exámenes.

Pero como he dicho antes, la música es lo que latía dentro de Patricia, lo que latía en su corazón. Así que poco podía hacer para resistirse el pequeño golpeteo que inundaba su corazón ante sus canciones favoritas, las que la hacían estremecer y emocionar. Esa parte de ella que amaba lo bello.

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La tienda estaba vacía, las luces apagadas, las guitarras guardadas en los armarios. A la hora de cerrar todo estaba demasiado silencioso, pensó él. Los posters de la pared sonreían ahora malévolamente entre las sombras, y fuera la lluvia parecía apretar en su paso del cielo al suelo empedrado. Sus pensamientos se fundieron con las últimas notas de la música que sonaba de fondo. Se había acabado la lista de reproducción, las últimas notas resonaban en su mente, y repetía la letra mentalmente. Sus gestos eran mecánicos, memorizados, cada día a la misma hora, cada día la misma rutina. Y sin embargo él esperaba que esa rutina no se acabara nunca.

Apagó el equipo de música y cogió sus cosas, acabó de cerrar la puerta de la tienda y luego la persiana de metal, la cual tuvo que forzar para que encajara con la cerradura ya algo vieja y oxidada. Se cubrió con la capucha de la sudadera que llevaba bajo la chaqueta negra desgastada y miró en acto reflejo hacia el balcón, la vio allí, apoyada en el marco, con la mirada perdida, seguramente pensando en cualquiera de sus cosas y decidió no molestarla empezando el camino de vuelta al coche.

Christian, un chico sencillo, buscaba la música en cualquier esquina, en el repiquetear de la lluvia, en los pasos de alguien, en los suspiros de una mujer esperando a su amado. No en vano había dejado los estudios para dedicarse a la música, y no le iba nada mal. Tenía su grupo de música, una tienda con la que recibir un sueldo algo estable, un piso que compartía con un par de colegas. Y básicamente su vida era como un lujo que casi todo joven quisiera tener. Se levantaba tarde y sobre las 12 de la mañana abría la tienda, paraba para comer algo que se llevaba preparado de casa y se quedaba en la tienda hasta el anochecer, disfrutaba entonces de los clientes habituales que lo saludaban y entablaban charla con él, esperando con ansia el debate con la chica de cada tarde sobre alguna canción o grupo en especial. Al anochecer cerraba y se volvía al local dónde ensayaba un poco con su grupo y a las tantas volvía a casa, cuando la inspiración ya le había abandonado y se sentía cansado.

Entró en el coche, cerró los ojos y se dispuso a ponerse el cinturón. La lluvia repiqueteaba contra su parabrisas, sonando débilmente. La suave melodía que componían una tras otra. Arrancó y suspiró antes de disponerse a irse a su casa. Y es que Christian adoraba oír el sonido de la lluvia, mientras en su mente flotaban imágenes y recuerdos. Empezó a construir pentagramas, sintiendo los golpes de las gotas, poco a poco, parando de llover, bajando la intensidad. Se quedó allí hasta que dejó de llover sobre la cuidad. Y es que después de la música el silencio que queda después es como las caricias de una pareja que acaba de hacer el amor. La música aún te toca, recuerdas sonidos y piensas en las maravillas de una melodía, y a Christian esos dos momentos le parecían los más maravillosos del mundo.

Conducir le dio el tiempo suficiente para repasar mentalmente sus labios, su sonrisa, su forma de sorprenderse ante un comentario, las largas de música, de rememorar la primera vez que la vio entrar en la tienda, temerosa, sin saber bien qué iba a encontrar dentro, viéndose complacida por los posters de la pared. Él sonrió para sí, y es que si pensaba en ella asomaba por sus labios la sonrisa más sincera y ancha que tenía.

2 comentarios:

  1. Perfecto. Me encanta. Es... eso, perfecto

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  2. ¡Ay, ay, ay, si es que Lady McCartney muere de amor con esta magnífica historia -la cuál aún tiene que leer entera, claro está-! Ya sabes que me encanta la forma que tienes de narrar con esa simpleza tan complicada, esos adjetivos sublimes que te hacen estremecer, sonreír, emocionar... yo siempre he dicho y siempre diré que tus letras me ponen la piel de gallina.

    ¡Estoy ansiosa por leer el resto!

    Un besazo enorme, esencia de verano mediterráno :)

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