Cuando se hace de
noche y todos los búhos salen de caza yo recuerdo perfectamente el humo de su
cigarrillo, su actitud de malote implantada y esa sonrisa torcida de un
chiquillo con ganas de volar por encima de las nubes.
Lo cierto es que él
y yo pasábamos muchas noches como las que ahora me parecen lejanas, recuerdos vagos en una mente vaga. Tumbados en la cama, con nuestros lampiños
cuerpos a la luz de la farola que alumbraba la calle. Yo me preguntaba si algún
día veríamos un amanecer sobrios, si el tequila y el ron nos dejarían
contemplar las vistas que regalaba el dormitorio. Cabía añadir que nuestro
descontrol no se debía sólo al alcohol o el mono del tabaco de ambos, provenía también de la música que solíamos
escuchar mientras lo hacíamos. Y que ambos creíamos que era la más indicada
para acallar nuestras voces a las dos de la mañana. Pero mis pensamientos vagos
e inoportunos me invitaban a preguntar cosas que seguramente, en mi interior ya
sabría la respuesta. Sin embargo siempre lo miraba de reojo, fijándome en sus
mechones rubios descolocados y en sus ojos azules fijados en el techo y
entonces como cada madrugada que pasábamos enzarzados en la cama yo preguntaba:
―¿Cuándo?
―Cuando sea.
Sabía que seguramente eso significara nunca. No porque no nos fuera
bien, o porque estuviéramos en el siglo pasado, quizás fuera él, quizás fuera
el miedo, ¿Quién podría saberlo? El caso es que me contentaba con apoyarme
sobre él sintiendo su tez cálida y besándole, sintiendo ese regusto amargo del
tabaco. Él era amargo, como casi todo lo que me gustaba a mí en la vida y
quizás por eso le perdonaba que nos quedáramos noche sí, noche también en la
cama. Sin embargo él me enganchó al tabaco, él me enganchó a las frías
madrugadas de Barcelona, y fue él el que me enganchó esta mierda de morbo por
el secretismo. Él me había convertido en un adicto a lo que no podía ser. ¡Por
el amor de Dios! Si lo pensaba fríamente él tenía ya cerca de la treintena y
yo, bueno, yo tenía mis tempranos dieciocho. Para ser justos deberíamos añadir
que yo no aparento dieciocho y él no aparenta sus veintiocho-veintinueve.
―Sabes Oliver… Las cosas están bien como están.
―Para ti están bien… Pero llegará un momento en el cual yo decida dejar esto…
Estalló en carcajadas, yo sentía su pecho temblar ante la risa
amarga que proferían sus labios. Se reía con ganas. Ambos creíamos que era
imposible desintoxicarse, los dos considerábamos esto nuestra droga personal. Nuestras
noches de élite. Sin quererlo ni comerlo
me había convertido esclavo de mis propios gustos, encerrado con llave bajo la
apariencia de alguien feliz, recorriendo la amargura de las calles, con ese
regusto a él y a sus labios. Pero yo no podía permitirme el lujo de quedarme
encerrado, me sentía como aquel que debe esconder algo por miedo a ser
capturado y juzgado públicamente.
―¿Crees que ahí fuera van a tratarte y quererte como yo lo hago
Oliver? ¿Crees que alguien de verdad va a tenerte respeto? ¿Qué alguien
aceptará que eres gay? Algunos lo harán: tu familia porque te quiere, tus
amigos más cercanos, pero los demás… ―hizo una pausa y dio una calada a un
cigarrillo que decía adiós a la vida―. Los demás Oliver te considerarán
escoria.
Aquella noche no quise escucharle, y me marché, anegado en lágrimas,
con un tormento en el pecho y un lío de pensamientos entrecruzados, a medio
teñir de ira y a medio teñir de tristeza y verdad. Pero luego supe que él se
equivocaba porque yo me tenía a mí mismo y tenía mi propio respeto y amor
propio para enfrentarme a ese sabor amargo de la sociedad. Y lo hice, pero sin
él y es por eso que echo tanto de menos la amargura de sus labios.
Por eso acabé enganchado al tabaco, para tenerlo siempre (de alguna
manera metafórica) entre mis labios.
El final con esa metáfora cierra el texto genial.
ResponderEliminarMe ha gustado muchooo. Un besazo!
¡Me quedo con el final! :)
ResponderEliminar¿Tú quieres que mi cerebro se corra o algo? Oliver y yo tenemos algo en común: nos volvimos adictos al sabor del tabaco por culpa de unos besos que sabían a tabaco.
ResponderEliminarSinceramente, la actitud de este tío no me gusta. Que Oliver sea gay no tiene nada que ver. La gente le querrá por quien es, no por lo que es. Y no es argumento válido para hacer de Oliver su tesoro, su territorio.
Y yo también me quedo con el párrafo final porque, al fin y al cabo, yo también me quedé enganchada al sabor del tabaco sólo para recordar a ese cabronazo.